Cine

La pequeña Drew Barrymore creía que E.T. realmente estaba vivo y Steven Spielberg hizo lo imposible por darle la razón

La magia (detrás) del cine. La actriz tenía solo seis años cuando fue una de las grandes figuras de la clásica película. Niña al fin, su inocencia era tal que no creía que se tratara de un muñeco. Y el genial director se las ingenió para seguirle el juego

Elegimos creer. Así funciona el cine: como la magia. Uno sabe que todo se trata de un truco, que lo que allí sucede no es más que una secuencia de imágenes -24 fotogramas por segundo- que simulan el movimiento y nos llevan a percibir una realidad. O más bien, una que no existe. Y entonces nos dejamos envolver por el argumento, por los personajes, por los efectos especiales, por la música. Y nos emocionamos, reímos, lloramos, quedamos cautivos del miedo, sufrimos como nuestro el drama ajeno.

Drew Barrymore, como parte de esa maquinaría maravillosa que la contaba como actriz, también eligió creer. Mejor aún: no lo eligió. Tenía apenas seis años cuando E.T. se filmó, y unos ojos redondos y enormes que eran capaces de proveerle una mirada tierna o pícara, según la ocasión. También una sonrisa cautivadora. Y poseía aquello que no se adquiere, que tampoco puede explicarse con facilidad, pero cuando está, cualquiera es capaz de percibirlo: digamos que se llama ángel.

En la historia era Gertie, la hermana menor de Elliot (Henry Thomas), el niño que por casualidad se encuentra con un extraterrestre -E.T., claro- a quien de inmediato hará su amigo. Había sido elegida para Polstergeist, que estaba producida y escrita por el propio Spielberg, quien entonces decidió intervenir: consideró que Barrymore era indicada para una película conmovedora y no para otra que provocara espanto. Y se la llevó para E.T.

Si bien se puso a las órdenes del director Spielberg, comprendiendo por supuesto que todo aquello era una película -experimentada precoz, ya había estado en otras cuatro-, Drew jamás puso en duda que E.T. existía: estaba tan vivo como sus hermanos en la ficción, el propio Henry y Robert MacNaughton (Michael).

 “Yo creía que era real. Realmente lo amaba, de una manera muy profunda”, confesaría en junio de 2012 cuando en su ciclo televisivo (The Drew Barrymore Show) reunió al elenco de la película, al cumplirse 40 años de su estreno. Por ejemplo, contó que le hablaba en cada pausa del rodaje. O que les pedía a los técnicos ropa de abrigo en aquellas jornadas en las que el frío apremiaba en el set.

La pequeña Drew notaba que con ese cuello pronunciado, capaz de estirarse cinco o seis veces más, E.T. podía ganarse un resfriado, y entonces lo envolvía con una bufanda. También se había impresionado con sus pies: fue lo primero que exclamó al verlo, provocando las risas generales. El director, divertido con su genuina reacción, decidió incorporarla al guion.

E.T. podría ser muchas cosas, pero es ante todo un intento por conservar la inocencia de la infancia, mantener intactos sus sueños, dejarla a resguardo del pragmatismo de los adultos. Así, mientras Elliot busca proteger a su amigo y auspiciar el regreso a su hogar, los grandes pretenden “cortarlo en pedacitos”, como el nene puntualizará después.

Y es entonces cuando sucede una de las situaciones más extraordinarias de la película. Y nadie la vio. No se trata de una escena que quedó descartada en la edición final, sino que sucedió en el mismo rodaje. Porque consciente de la convicción de Drew sobre la existencia de E.T., Spielberg se encargó de que la niña jamás descubriera la verdad. Dispuso que dos integrantes del equipo de producción siguieran animando al muñeco (una creación de Carlo Rampaldi, que ganaría un Oscar por los efectos especiales) en los ratos libres, interactuando con la niña, hablando con ella.

Así, el bueno de Steven conservó la inocencia de Drew, mantuvo intacto sus sueños; y no se dejó envolver por su pragmatismo de adulto.

La vida pronto se encargaría de sacudir a aquella niña. Hija del actor John Drew Barrymore, un hombre violento, abusivo y alcohólico, Drew tenía ocho años cuando su madre y mánager -Jaid, actriz de origen húngaro- la introdujo en el mundo de las fiestas de Hollywood. A los nueve ya había tomado cerveza y probado el cigarrillo. Ya fumaba marihuana cuando consumió cocaína por primera vez, a los 11. A los 13 tocó fondo -o se estrelló-, e ingresó a un centro de rehabilitación: permaneció internada 18 meses, tiempo en el que tuvo la certeza de que moriría a los 27 años, sin poder librarse de sus adicciones.

Al salir, comenzaría un largo camino de redención que se extiende hasta el día de hoy, con 48 años recién cumplidos. Y que durará el resto de su vida.

Un par de años atrás, Barrymore destacó con cariño a Spielberg, al considerar que se trató de “la primera persona que me cuidó y le importé”. El director recordaría la audición para Polstergeist, en la que vio a ese “pequeño rubio huracán” que luego sería “una tormenta que cautivaría al mundo”.

Pero por mucho que lo intentara, nada pudo hacer por preservar su inocencia en el set de E.T.. Porque al fin de cuentas las películas son un truco. Y la magia resulta efímera. Allí afuera está la vida. Y ese mundo de adultos dispuestos a cortarnos en pedacitos, como lo hicieron con Drew.

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